martes, abril 17, 2012

El sur




La casa se hacía cada día más estrecha y oscura. De la habitación al gabinete, de allí al salón, a la cocina y el repollo cocido y vuelta a empezar. Echaba de menos la casa de Arganda, el espacio, el jardín, pero no a la gente. No a los delatores. La madre iba a la cárcel de Porlier todos los días a visitar al padre, ellos sólo una vez por semana. No les dejaban más, eran demasiado jóvenes, les decían. La facultad de Derecho había cerrado, y no tenía nada que hacer. De la cocina al salón, del salón al gabinete, del gabinete a la habitación con olor a lejía.
Un lunes no pudo más y salió a la calle, entre las fábricas, hacia el centro. Le dolían los pies. Entró en el Retiro y olvidando el decoro de señorita bien, se sentó en el primer rectángulo de hierba que encontró. Los tallos secos le picaban las piernas sin medias pero el sol le daba en la cara, notaba la claridad a través de los párpados. Una nube oscureció la mancha translúcida y abrió los ojos. No había nubes, sólo un hombre de uniforme caqui, boina y botas altas que la miraba sonriendo. Un brigadista. Había oído que estaban en la facultad de Filosofía pero era el primero que veía.
Sin decir nada le tendió la mano y se apoyó en ella para levantarse. La falda estaba sembrada de briznas y se limpió deprisa, bajando la cara, roja y caliente. Él le habló en francés y pareció sorprendido cuando le respondió. Era el primer hombre fuera de su familia que la miraba desde arriba, superaba su metro setenta con creces. Todo empezó así, con un café, o más bien achicoria en la calle Serrano y se movió deprisa. Cortejo, boda y huida de Madrid.
Los primeros meses en Francia fueron lluviosos. Los regueros sobre los cristales de la ventana tapaban las calles, que se percibían borrosas y desiertas. La gente se removía en sus casas, rumiaba las noticias desde Alemania, los oídos pegados a la radio, y de espaldas a España que daban por perdida. El piso era grande pero olía a humedad. Todo París olía a moho y aburrimiento asustado.
El telegrama del Estado Mayor llegó justo a tiempo y volvieron a hacer las maletas.
Port Lyautey brillaba con la luz del desierto, las casas eran blancas y no pasaban de tres plantas. La gente paseaba deprisa: árabes en chilabas, franceses trajeados, militares. Los cines crecían como champiñones, el Fantasio, el Palace con sus columnas y el balcón circular del primer piso, y las películas eran americanas y modernas. La noche en que estrenaron “Lo que el viento se llevó”, la fiesta se prolongó hasta la madrugada. El Marruecos francés era cosmopolita, no gris como Madrid y además estaba de visita su cuñada Marie, rubia, de ojos azules y educación germánica exquisita, “para entretenerla”.
El pequeño Ignace nació enseguida, dentro de los plazos decentes, y en una excursión a España de primeriza asustada que necesitaba el apoyo materno. Y de repente había demasiado que hacer, a pesar de la ayuda de Hadiyah. Todo pareció acelerarse, llegaron los soldados americanos, con las bandas de jazz y el whisky con Coca-Cola, escondiendo el olor a guerra tras una cortina de cuentas de colores. El niño no decía nada, o farfullaba palabras sin sentido mientras corría por las calles. Daba igual que le repitieran palabras en francés o español, no soltaba prenda, se escabullía y se escondía. Entonces fue cuando se dieron cuenta. Tenía largas conversaciones en árabe con Hadiyah, juntos hablando en el banco a la sombra, gesticulando y en voz alta en una esquina del jardín mientras en la otra Marie leía un libro, estirada y elegante. Su hijo era un niño del sur, como lo era ella y eso no cambiaría a pesar de las cenas de oficiales y las tardes de pastas y café en tazas de porcelana.