lunes, marzo 12, 2012

Belle Époque

La máquina parecía muy antigua. Era negra y en letras doradas se leía “Puerta del sol” marcando cada vagón. En un cartelito brillaba el fin de la aventura: París–Austerlitz. El fin de la primera etapa, al menos. Mi madre me dio un beso, un abrazo, y otro beso antes de dejarme subir con la cara de quien piensa que está cometiendo un error y no sabe cómo evitarlo. Las niñas de nueve años no deberían recorrer más de mil kilómetros sin su madre.
Los compartimentos eran minúsculos, con un sofá beige para los tres Mi abuela se sentó junto al pasillo, mi tío en el centro y yo, con un libro de adolescentes en la mano junto a la ventana, un ojo en los peligros que acechaban a Judy Bolton, y el otro en las vías que salían de la estación. Casi no me dio tiempo a aburrirme, y ya había que ir al restaurante, abarrotado de gente y humo. Una coca-cola y una paella sosa quedaron olvidados en la mesa. El tenedor mareaba los granos, formaba montañitas humeantes que se transformaban en bultos de engrudo imposibles de tragar, pero no importaba mientras pudiera contar las farolas de los pueblos iluminados que cruzábamos sin parar.
Al volver a nuestros asientos, se había producido el cambio. ¡Tres literas habían aparecido de la nada! Me subí a la segunda, lo suficientemente alta como para mirar por la ventana, pero no lo suficiente como para que me diera miedo caerme. Y así pasaron las horas, sin poder dormir, mientras la abuela roncaba sin disfrutar la parada en Hendaya, la luna que iluminaba el mini lavabo y los carteles de idioma cambiado. No sé cuando me dormí, pero fue muy tarde, y levantarse a las siete fue un tormento, hasta que oí las palabras mágicas mientras me daban un beso húmedo de buenos días. “Guapa, espabila, ¡que llegamos a París y hay que coger el otro tren!”.

La entrada por una trinchera gris fue un jarro de agua fría. Casas bajas y sucias, con ventanas muy pequeñas, sin cortinas y con plantas de color marrón se pegaban a los muros grises que nos acompañaron hasta entrar en la estación, grande y sin tiendas de colores como esperaba. Sólo gente corriendo, y olor a patio de casa vieja. Salí a la calle con el carrito de maletas, que chirriaba sin parar buscando la Ciudad Luz, esa que aparecía en las películas de amor, pero no vi gran cosa mientras la abuela me empujaba hacia la parada de taxis. Cuando empezaba a pensar que me habían engañado, a través de la luna trasera vi una torre que se estrechaba como una falda de vuelo, gris oscura, de encaje geométrico, coronada por luces y agujas. Y allí se quedaron pegados mis ojos, mientras cruzábamos el río y los bulevares hacia la estación del Este, en ese pico cada vez más pequeño hasta que desapareció.

jueves, marzo 01, 2012

Alicias siderales

Empieza por el principio y sigue hasta llegar al final. Allí te paras
Lewis Carroll “Alicia en el País de las Maravillas”


Primero fue Alicia, el conejo, y el gato que sonreía sin parar. Y aquélla figura rechoncha que pedía cabezas cortadas porque las rosas no tenían el color que debían. Me sentaba delante del video y no me cansaba de flotar en un vestido azul, y de crecer y menguar a golpe de drogas que venían en frasquitos como los que tenía la bisabuela para el perfume o en hongos alucinógenos suministrados por una oruga que fumaba en boquilla larguísima.
El mundo podía darse la vuelta en cualquier momento, y nada era como parecía. Como en el ajedrez que aprendí poco después, el rey era pequeño, y poco podía hacer frente a una reina demasiado rápida y fuerte.
Era la Alicia de colores vivos y acentos extraños, el libro no estaba aún a mi alcance. Mamá decía que aquella historia no era para niños, demasiada locura y violencia. No entendía que la niña de cara redonda y obediente, que se quejaba poco y no rompía nada pudiera querer leer aquello, y esperó a que se me pasara. No lo consiguió.
Un día de comida familiar descubrí un segundo tesoro. Un comic escondido en una habitación con posters de Barbies que huían de supermercados en llamas y cantantes rubias vestidas con monos brillantes y botas que alcanzaban los muslos. Entre el batiburrillo de la habitación de adolescente de mi primo encontré un monstruo de manos finas, cráneo alargado y doble mandíbula que mataba sin piedad bajo la atenta mirada de un gato.
Al llegar a la casa de mis tíos desaparecía, hasta la hora de comer, en que el adulto de turno venía a sacarme del espacio silencioso donde los gritos no pueden oírse. Era un ceremonial que nunca fallaba. No quería leer otra cosa. El comic prohibido que creaba en mi cabeza una película que aún no podía ver, era lo único que necesitaba. Durante horas. Durante años hasta que el dibujo se hizo realidad en una pantalla de reestreno.
Creo que fue entonces cuando mi madre recordó las cabezas cortadas y empezó pensar que la niña no era tan plácida como parecía. Las miradas mitad sorpresa, mitad inquietud se mezclaban con reproches a mi padre, que fomentaba un gusto tan parecido al suyo. Y es que no hay nada comparable al escalofrío de pensar que no habrá nadie para rescatarte cuando llegue el asesino.

Luces en una ventana

Ayer volví a pasar por aquella calle. Había luz en la ventana, en el primer piso, cuarteada a través de las cortinas. Y cerrando los ojos entré en aquel salón abarrotado y enorme, partido en dos salas con la puerta acristalada. Mis pies hicieron crujir el parqué, levantando ligeramente alguna lama gastada. La lámpara de bronce y cristal iluminaba todos los rincones desde el techo, y agaché la cabeza, al notar que una lágrima brillante me rozaba el pelo.
Me acerqué a la librería, y busqué entre los libros de arte y viajes, y saqué uno, sorteando las miniaturas de porcelana. Olía a madera antigua, y las hojas habían dejado de ser blancas hacía tiempo. Me asustaron los cuadros enormes y oscuros, como entonces, aquel aquelarre gris girando alrededor del fuego amarillo. Las frutas deformes. Los retratos ocres y severos. Y justo cuando deseaba salir, unas hortensias moradas y rosas con marco estrecho y una firma de niña: “Carmen: 1972”.


Mis zapatos aplastaron las alfombras de lana, al pegarme al sofá, con sus filigranas desvaídas, y el hueco marcado en sus cojines. Me hundí al sentarme y toqué la mesa baja de mármol, con las fotos en blanco y negro. Una pareja vestida de gala, se cogía de la mano y sonreía. Ella no le llegaba a él más allá del hombro. Él se inclinaba ligeramente hacia delante, mientras te observaba con ojos azul hielo. En la foto de al lado la mujer estaba en la playa, sentada en una tumbona con una niña menuda de pelo largo y liso que le besaba la mejilla. En la pared de mi derecha la misma niña, ya adolescente sonreía en un retrato de estudio. En caligrafía delicada, alguien había escrito “10 de junio de 1980”.
Mis ojos recorrieron la habitación encontrando fotos de todos los tamaños y colores. La pareja con la niña. La niña de comunión. Una boda, unos niños. Una señora sola de sonrisa triste. Volví a abrir los ojos, hacia la misma ventana y me pareció ver una figura delgada de pelo largo flotando tras las cortinas, pero cuando se abrieron sólo distinguí una pared amarillenta y una lámpara con la mitad de las bombillas apagadas