viernes, noviembre 23, 2012

Clandestinos

La abuela decía “nunca sabes cuándo te puede ayudar alguien a quien has ayudado tú”. Y es verdad. Aunque sea en pequeñas cosas, detalles que sólo tú puedes ver y que es imposible compartir con nadie.

A la casa-escuela, hace muchos años ya, llegaron cuatro personas. Una pareja con un niño y una niña que cojeaba un poco, menuditos como colines y de párpados caídos que parecían inspeccionar hasta el más mínimo rincón del parquet. El Bisabuelo cogió las maletas a reventar que casi arrastraban y los llevó a los cuartos del fondo, ésos de ventanas tan pequeñas que sólo podían atravesarlas los ojos. Los mayores en la grande, los niños en la pequeña y las persianas de los ventanucos cerrados a cal y canto. La bisabuela llevó a la abuela y sus hermanos de reunión en el gabinete y les hizo prometer que no dirían nada, que era un secreto y tendrían un regalo enorme si se portaban bien. Los primeros días fueron silenciosos. Comían con ellos en la cocina, pero no pedían ni el pan. Si había visitas se volatilizaban en el aire.

Se acercaron a Javier y Ana María pero no querían jugar, saltaban por cualquier ruido y se escondían, no sabían dónde, pero era imposible encontrarles. Entonces se les ocurrió: jugar al “escondite” era la solución. No tenían que esforzarse y dominaban la materia. Así consiguieron oír sus voces de falsos muditos, aunque sólo se podía entender lo que decían si se acercaban mucho. El día que oyeron reírse a Ana maría lo festejaron con un bizcocho de limón de la bisabuela, con repetición incluida. Y así se hicieron familiares, como los gatos que te esperan en el sofá, y vienen a saludarte pero que nunca nadie ha visto fuera de casa.

A los tres meses, al volver de clase, no estaban. Les buscaron durante largos minutos, pero esta vez se habían esfumado de verdad. La bisabuela les dijo que se habían ido a ver a sus abuelos pero la oyeron a cuchichear algo sobre “Francia” con el bisabuelo, como una espía.

Muchos años después, le hablé a la abuela de mi nueva profesora de literatura, una señora mayor muy guapa que andaba con bastón. La abuela sólo me dijo una cosa “dile que eres la nieta de Rosita, de Arganda”. Evité hacerlo durante dos semanas, me daba vergüenza decirle algo que de significado desconocido, pero al final me acerqué, colorada como un tomate y tartamudeando. No me dijo nada, sólo me miró y me dio un abrazo, mientras me miraban los demás. Desde entonces, se acabaron las regañinas por hablar en clase. Sólo me miraba me guiñaba un ojo y ponía el dedo sobre los labios, mientras los demás seguían sin entender nada.

lunes, mayo 14, 2012

1943. Las dunas

Se despertó una noche. No sabía ni la hora ni el día. Una pequeña luna borrosa se reflejaba mil veces en las gotas de sus brazos y las manos pegajosas se soldaban a las sábanas. La mosquitera lo envolvía todo, convirtiendo los muebles blancos en fantasmas vigilantes. No podía oír nada y los labios rasparon la lengua que recorría las grietas. Dolían. La nariz picaba. Olía a desinfectante.

Y entonces recordó: el niño llorando por la fiebre, el mareo, el calor, la alfombra arañando su cara, el movimiento difuso a su alrededor y el sueño eterno. Al llegar a Marruecos nunca pensó que un simple mosquito pudiera hacer más daño que una bomba, pero aquellas hembras despiadadas no más grandes que la yema de su dedo le habían enseñado una nueva palabra: paludismo.

Intentó levantarse pero sólo pudo girar la cabeza que pesaba como el plomo. Al lado distinguía una cunita, rodeada de silencio. Ni llanto ni suspiros. Nada.

La garganta se le cerró como a un ahorcado y empezó a pronunciar el nombre, despacio y bajito al principio. “François, François, François…”, pero todo siguió en sordina. Subió el tono, una octava, y cada vez más alto, esperando una rabieta en respuesta, pero sólo consiguió que llegara una enfermera preocupada. No necesitó preguntar nada, sólo ver la mirada de terror fija en la cuna. Se agachó, y pegó los labios suaves a la oreja a través de la tela. “Madame, no se preocupe, su niño está mejor que usted, duerme tranquilo” y se marchó flotando en un rastro de perfume de violetas.

Cerró los ojos, hizo que sus oídos rastrearan el vacío en busca de una pequeña respiración. Cuando la capturó, dejó pasar el tiempo, disfrutando.

Al amanecer, un destello apareció en el horizonte y avanzó tiñendo de rojo la espuma del mar. Alcanzó las dunas doradas que ondularon entre sombras y empezó a subir por las paredes blancas de balcones metálicos. Cuando la luz atrapó la cuna, el niño empezó a llorar.

martes, abril 17, 2012

El sur




La casa se hacía cada día más estrecha y oscura. De la habitación al gabinete, de allí al salón, a la cocina y el repollo cocido y vuelta a empezar. Echaba de menos la casa de Arganda, el espacio, el jardín, pero no a la gente. No a los delatores. La madre iba a la cárcel de Porlier todos los días a visitar al padre, ellos sólo una vez por semana. No les dejaban más, eran demasiado jóvenes, les decían. La facultad de Derecho había cerrado, y no tenía nada que hacer. De la cocina al salón, del salón al gabinete, del gabinete a la habitación con olor a lejía.
Un lunes no pudo más y salió a la calle, entre las fábricas, hacia el centro. Le dolían los pies. Entró en el Retiro y olvidando el decoro de señorita bien, se sentó en el primer rectángulo de hierba que encontró. Los tallos secos le picaban las piernas sin medias pero el sol le daba en la cara, notaba la claridad a través de los párpados. Una nube oscureció la mancha translúcida y abrió los ojos. No había nubes, sólo un hombre de uniforme caqui, boina y botas altas que la miraba sonriendo. Un brigadista. Había oído que estaban en la facultad de Filosofía pero era el primero que veía.
Sin decir nada le tendió la mano y se apoyó en ella para levantarse. La falda estaba sembrada de briznas y se limpió deprisa, bajando la cara, roja y caliente. Él le habló en francés y pareció sorprendido cuando le respondió. Era el primer hombre fuera de su familia que la miraba desde arriba, superaba su metro setenta con creces. Todo empezó así, con un café, o más bien achicoria en la calle Serrano y se movió deprisa. Cortejo, boda y huida de Madrid.
Los primeros meses en Francia fueron lluviosos. Los regueros sobre los cristales de la ventana tapaban las calles, que se percibían borrosas y desiertas. La gente se removía en sus casas, rumiaba las noticias desde Alemania, los oídos pegados a la radio, y de espaldas a España que daban por perdida. El piso era grande pero olía a humedad. Todo París olía a moho y aburrimiento asustado.
El telegrama del Estado Mayor llegó justo a tiempo y volvieron a hacer las maletas.
Port Lyautey brillaba con la luz del desierto, las casas eran blancas y no pasaban de tres plantas. La gente paseaba deprisa: árabes en chilabas, franceses trajeados, militares. Los cines crecían como champiñones, el Fantasio, el Palace con sus columnas y el balcón circular del primer piso, y las películas eran americanas y modernas. La noche en que estrenaron “Lo que el viento se llevó”, la fiesta se prolongó hasta la madrugada. El Marruecos francés era cosmopolita, no gris como Madrid y además estaba de visita su cuñada Marie, rubia, de ojos azules y educación germánica exquisita, “para entretenerla”.
El pequeño Ignace nació enseguida, dentro de los plazos decentes, y en una excursión a España de primeriza asustada que necesitaba el apoyo materno. Y de repente había demasiado que hacer, a pesar de la ayuda de Hadiyah. Todo pareció acelerarse, llegaron los soldados americanos, con las bandas de jazz y el whisky con Coca-Cola, escondiendo el olor a guerra tras una cortina de cuentas de colores. El niño no decía nada, o farfullaba palabras sin sentido mientras corría por las calles. Daba igual que le repitieran palabras en francés o español, no soltaba prenda, se escabullía y se escondía. Entonces fue cuando se dieron cuenta. Tenía largas conversaciones en árabe con Hadiyah, juntos hablando en el banco a la sombra, gesticulando y en voz alta en una esquina del jardín mientras en la otra Marie leía un libro, estirada y elegante. Su hijo era un niño del sur, como lo era ella y eso no cambiaría a pesar de las cenas de oficiales y las tardes de pastas y café en tazas de porcelana.

lunes, marzo 12, 2012

Belle Époque

La máquina parecía muy antigua. Era negra y en letras doradas se leía “Puerta del sol” marcando cada vagón. En un cartelito brillaba el fin de la aventura: París–Austerlitz. El fin de la primera etapa, al menos. Mi madre me dio un beso, un abrazo, y otro beso antes de dejarme subir con la cara de quien piensa que está cometiendo un error y no sabe cómo evitarlo. Las niñas de nueve años no deberían recorrer más de mil kilómetros sin su madre.
Los compartimentos eran minúsculos, con un sofá beige para los tres Mi abuela se sentó junto al pasillo, mi tío en el centro y yo, con un libro de adolescentes en la mano junto a la ventana, un ojo en los peligros que acechaban a Judy Bolton, y el otro en las vías que salían de la estación. Casi no me dio tiempo a aburrirme, y ya había que ir al restaurante, abarrotado de gente y humo. Una coca-cola y una paella sosa quedaron olvidados en la mesa. El tenedor mareaba los granos, formaba montañitas humeantes que se transformaban en bultos de engrudo imposibles de tragar, pero no importaba mientras pudiera contar las farolas de los pueblos iluminados que cruzábamos sin parar.
Al volver a nuestros asientos, se había producido el cambio. ¡Tres literas habían aparecido de la nada! Me subí a la segunda, lo suficientemente alta como para mirar por la ventana, pero no lo suficiente como para que me diera miedo caerme. Y así pasaron las horas, sin poder dormir, mientras la abuela roncaba sin disfrutar la parada en Hendaya, la luna que iluminaba el mini lavabo y los carteles de idioma cambiado. No sé cuando me dormí, pero fue muy tarde, y levantarse a las siete fue un tormento, hasta que oí las palabras mágicas mientras me daban un beso húmedo de buenos días. “Guapa, espabila, ¡que llegamos a París y hay que coger el otro tren!”.

La entrada por una trinchera gris fue un jarro de agua fría. Casas bajas y sucias, con ventanas muy pequeñas, sin cortinas y con plantas de color marrón se pegaban a los muros grises que nos acompañaron hasta entrar en la estación, grande y sin tiendas de colores como esperaba. Sólo gente corriendo, y olor a patio de casa vieja. Salí a la calle con el carrito de maletas, que chirriaba sin parar buscando la Ciudad Luz, esa que aparecía en las películas de amor, pero no vi gran cosa mientras la abuela me empujaba hacia la parada de taxis. Cuando empezaba a pensar que me habían engañado, a través de la luna trasera vi una torre que se estrechaba como una falda de vuelo, gris oscura, de encaje geométrico, coronada por luces y agujas. Y allí se quedaron pegados mis ojos, mientras cruzábamos el río y los bulevares hacia la estación del Este, en ese pico cada vez más pequeño hasta que desapareció.

jueves, marzo 01, 2012

Alicias siderales

Empieza por el principio y sigue hasta llegar al final. Allí te paras
Lewis Carroll “Alicia en el País de las Maravillas”


Primero fue Alicia, el conejo, y el gato que sonreía sin parar. Y aquélla figura rechoncha que pedía cabezas cortadas porque las rosas no tenían el color que debían. Me sentaba delante del video y no me cansaba de flotar en un vestido azul, y de crecer y menguar a golpe de drogas que venían en frasquitos como los que tenía la bisabuela para el perfume o en hongos alucinógenos suministrados por una oruga que fumaba en boquilla larguísima.
El mundo podía darse la vuelta en cualquier momento, y nada era como parecía. Como en el ajedrez que aprendí poco después, el rey era pequeño, y poco podía hacer frente a una reina demasiado rápida y fuerte.
Era la Alicia de colores vivos y acentos extraños, el libro no estaba aún a mi alcance. Mamá decía que aquella historia no era para niños, demasiada locura y violencia. No entendía que la niña de cara redonda y obediente, que se quejaba poco y no rompía nada pudiera querer leer aquello, y esperó a que se me pasara. No lo consiguió.
Un día de comida familiar descubrí un segundo tesoro. Un comic escondido en una habitación con posters de Barbies que huían de supermercados en llamas y cantantes rubias vestidas con monos brillantes y botas que alcanzaban los muslos. Entre el batiburrillo de la habitación de adolescente de mi primo encontré un monstruo de manos finas, cráneo alargado y doble mandíbula que mataba sin piedad bajo la atenta mirada de un gato.
Al llegar a la casa de mis tíos desaparecía, hasta la hora de comer, en que el adulto de turno venía a sacarme del espacio silencioso donde los gritos no pueden oírse. Era un ceremonial que nunca fallaba. No quería leer otra cosa. El comic prohibido que creaba en mi cabeza una película que aún no podía ver, era lo único que necesitaba. Durante horas. Durante años hasta que el dibujo se hizo realidad en una pantalla de reestreno.
Creo que fue entonces cuando mi madre recordó las cabezas cortadas y empezó pensar que la niña no era tan plácida como parecía. Las miradas mitad sorpresa, mitad inquietud se mezclaban con reproches a mi padre, que fomentaba un gusto tan parecido al suyo. Y es que no hay nada comparable al escalofrío de pensar que no habrá nadie para rescatarte cuando llegue el asesino.

Luces en una ventana

Ayer volví a pasar por aquella calle. Había luz en la ventana, en el primer piso, cuarteada a través de las cortinas. Y cerrando los ojos entré en aquel salón abarrotado y enorme, partido en dos salas con la puerta acristalada. Mis pies hicieron crujir el parqué, levantando ligeramente alguna lama gastada. La lámpara de bronce y cristal iluminaba todos los rincones desde el techo, y agaché la cabeza, al notar que una lágrima brillante me rozaba el pelo.
Me acerqué a la librería, y busqué entre los libros de arte y viajes, y saqué uno, sorteando las miniaturas de porcelana. Olía a madera antigua, y las hojas habían dejado de ser blancas hacía tiempo. Me asustaron los cuadros enormes y oscuros, como entonces, aquel aquelarre gris girando alrededor del fuego amarillo. Las frutas deformes. Los retratos ocres y severos. Y justo cuando deseaba salir, unas hortensias moradas y rosas con marco estrecho y una firma de niña: “Carmen: 1972”.


Mis zapatos aplastaron las alfombras de lana, al pegarme al sofá, con sus filigranas desvaídas, y el hueco marcado en sus cojines. Me hundí al sentarme y toqué la mesa baja de mármol, con las fotos en blanco y negro. Una pareja vestida de gala, se cogía de la mano y sonreía. Ella no le llegaba a él más allá del hombro. Él se inclinaba ligeramente hacia delante, mientras te observaba con ojos azul hielo. En la foto de al lado la mujer estaba en la playa, sentada en una tumbona con una niña menuda de pelo largo y liso que le besaba la mejilla. En la pared de mi derecha la misma niña, ya adolescente sonreía en un retrato de estudio. En caligrafía delicada, alguien había escrito “10 de junio de 1980”.
Mis ojos recorrieron la habitación encontrando fotos de todos los tamaños y colores. La pareja con la niña. La niña de comunión. Una boda, unos niños. Una señora sola de sonrisa triste. Volví a abrir los ojos, hacia la misma ventana y me pareció ver una figura delgada de pelo largo flotando tras las cortinas, pero cuando se abrieron sólo distinguí una pared amarillenta y una lámpara con la mitad de las bombillas apagadas