lunes, noviembre 03, 2008

En el bar...


Lucía

Está de espaldas hablando con el chico de azul, en tirantes a pesar del escalofrío de octubre y el pelo negro descuidado le cae sobre los hombros, nadie, excepto él, puede ver su cara. Le explica un proyecto, y habla y habla como para compensar esa infancia acomplejada y muda sentada delante de los gemelos Flores que susurraban insultos vestidos de broma a la niña regordeta de máscara de metal, todo dientes y enormes gafas de plata. Ahora tiene una boca perfecta, lleva lentillas y usa el papel de escudo. Fotos del nuevo negocio, comunicación del futuro en la antigua fabrica convertida en oficina moderna de cristaleras diáfanas que todo lo muestran. El chico la mira embelesado pero ella no se da cuenta.

Alberto y Miguel


Llevan la misma perilla y pelo corto, nada los distingue, salvo la enorme tarta de chocolate y el delicado té de frambuesa. La camiseta gris sonríe a la chica que se sienta a su lado y roza su muslo bajo la mesa. La camiseta naranja se inclina hacia el chico rapado y se ríe, diga lo que diga, aprovechando para cogerle el brazo o el hombro. Compartieron habitación, libros, pupitre en el colegio, ropa e incluso la primera novia, hasta que Alberto vio a Miguel acariciando al camarero con pintas de rockero Glam en aquel bar en el que se metió por error y comprendió el por qué del mote “Flor de primavera”. Un mes de silencio ofendido por el secreto, esa traición a los años de sincronía, no fue suficiente para romper el vínculo, y aquí están, como si no hubiese pasado nada. Al fin y al cabo, como dice Alberto, al menos ya no hay competencia.

Luis


Se mira en el espejo del café, tan moderno, con sus botas de piel de serpiente, la chaqueta de cuero, las patillas que casi le llegan a la boca y el tupé retro, o “vintage” como lo describe él. Se sienta en una mesa, solo, fotos de Italia en la revista, luz y sol y nadie que le acompañe. Pide un café, escribe un mensaje en el móvil, espera que le llamen o al menos le den una señal, pero el aparato sigue frío sobre el mármol. Esta vez no van a perdonarle, por fin empieza a entenderlo. Manda otro mensaje, insiste. En otro lugar alguien le ignora y llama a otra persona para contarle que está resistiendo la tentación del teléfono . En el café, a diez metros, suena una melodía machacona y la chica de gris suelta los papeles de su exposición para contestar y felicitar a su amiga, por fin libre. Luis mira el reloj, ha pasado un cuarto de hora. Las buenas vibraciones del lugar ya no funcionan y tiene que marcharse, dejando el café a medias.

Fernando


Se agacha detrás de la barra cuando ve pasar al hombre del tupé. Éste al pasar sólo ve un pelo canoso muy corto y una camisa que flota fuera de los pantalones. Hace mucho que no se ven y no quiere que sepa donde trabaja, tantos sueños de rock y chicas mientras tocaban canciones malísimas en el garaje y que al final quedaron en nada… Y eso que las cosas ahora van mejor, después de diez años en bares de mala muerte con olor a fritanga, barra manchada de cerveza y restos de servilletas en el suelo o en clubes gay donde le aceptaban por su aire andrógino a lo Bowie de los 70 del que no queda ya rastro. El café no está mal, y hay que pagar el estudio, la comida y las guitarras que compra compulsivamente porque cuando pronuncia las palabras Fender o Gibson se siente especial

El resto

El café bulle en la tarde de domingo, tres chicas juegan con una polaroid y observan a su alrededor, se diría que espían a cada persona que entra y se sienta, adivinando las conexiones ocultas, esos grados de separación que unen a la chica de gris con los gemelos o el hombre del tupé. Los observados se revuelven inquietos en sus asientos como si intuyeran algo, como si les estuvieran robando sus secretos.

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