domingo, noviembre 16, 2008

Distrito F

El sudor flota en el aire, las manos se agrietan. Ella le toca el brazo, él siente la caricia de cactus, pero sonríe, le calienta por dentro. En el Distrito F, nadie tiene nombre o al menos nadie lo recuerda, la arena borra los caminos entre bloques de hormigón, las ventanas se cierran y sólo se oye el viento. La cara de ella se acerca, él puede oler su aliento al abrirse la boca y pegarse a la suya. El sabor se vuelve salado, la humedad le alcanza la barbilla y cae sobre la arena antes de desaparecer.

Las manos se juntan y juegan durante un minuto apenas. Ella interroga con los ojos al sentir la caja cuadrada en su palma. Si no vuelve podrá abrirla. Ella se aparta, fija la vista en el horizonte, blanco sobre blanco. Las dunas cercan la isla de cemento, pero nunca es la misma la que te vigila, se mueven sin cesar, aunque no te des cuenta, y esconden miles de insectos y lagartos.

El avión espera en la pista de tierra con el morro hacia arriba, oteando el aire, el único pájaro que ha sobrevivido. La tormenta se acerca. Los remolinos envuelven las dos figuras inmóviles, los granos pican en la nariz, en la garganta, asfixiando, casi no pueden verse el uno al otro. Una ventana se abre, alguien observa la salida pero no habrá ceremonias, no es el primero que se aventura más allá buscando una salida, un cambio, da igual, el que sea. Es inútil, no hay nada fuera del Distrito F.

El óxido le araña la mano al abrir la puerta y se acomoda como puede dentro. El olor a gasolina y polvo marea. Se incrusta en el asiento de cuero rojo y enciende los motores que renquean en toses secas. Las hélices mueven el polvo y se paran. Él vuelve a intentarlo y esta vez cogen impuso y el ritmo se acelera apartando el silencio. El rayo de plata recorre la pista, apenas visible, en pocos segundos y empieza a elevarse, escorado a la derecha. Por un momento parece que va a caer, y ella no puede reprimir un grito ronco que nadie puede oír entre los átomos de cuarzo y humo.

Él ríe ligero al sobrevolarla, gira dos veces a su alrededor, la corriente se vuelve tornado y levanta su vestido rojo, las piernas le tiemblan, no sabe si de miedo o excitación. Sigue subiendo, ella se ha convertido en un punto lejano, un hito topográfico que le ayudará a volver.

El horizonte se ha alejado pero sigue igual, la nada vacía le rodea en cualquiera de los puntos cardinales, sólo la brújula le indica que sigue un camino, escogido al azar. Los minutos pasan, se transforman en horas, si no para la búsqueda ya no habrá vuelta atrás. Y se da por vencido.

El Distrito F vuelve a emerger de nuevo. Como último coletazo decide subir un poco más. El cielo cambia, el gris pálido se ha transformado en azul, que se oscurece más y más al ascender. El sol ya no es un globo triste, sino un foco amarillo reluciente en un viscoso cuadro de óleo ultramar. Y sigue subiendo. No sabe donde puede llegar, pero quiere estar allí. El tablero de mandos vibra bajo su mano, le hace cosquillas, casi no puede leer los números, pero tiene que saber lo que hay más allá, dónde está la frontera. El vello se le eriza, y empieza a tiritar, los dedos se entumecen mientras empieza la inmersión. Siente una mordaza en la cara, un ataque de asma mientras hiperventila.

El sol se fija en su retina, cada vez más grande, cada vez más frío, no puede cerrar los ojos tiene que seguir mirando….

Ella se levanta de la arena, el hueco de su cuerpo se desvanece como si nunca hubiera estado allí, esperando durante horas. El rugido se hace más fuerte pero no desciende, la diagonal apunta a las estrellas, y de repente el silencio, todo está inmóvil. Una serpentina de humo crece desde el cenit, el fin de fiesta. El avión grita al estrellarse, y la onda expansiva curva el tiempo y el espacio, tumbándola en la arena, es la última caricia.

La caja se le clava en el estómago al caer, la sangre se confunde en el vestido y mancha la tapa abierta. Una pluma blanca sale volando y se pierde en el viento.

Ícaro se sintió dueño del mundo y quiso ir más alto todavía. Se acercó demasiado al sol, y el calor derritió la cera que sostenía sus alas, por lo que las perdió. El desdichado y temerario joven acabó precipitándose en el mar y se ahogó

lunes, noviembre 03, 2008

En el bar...


Lucía

Está de espaldas hablando con el chico de azul, en tirantes a pesar del escalofrío de octubre y el pelo negro descuidado le cae sobre los hombros, nadie, excepto él, puede ver su cara. Le explica un proyecto, y habla y habla como para compensar esa infancia acomplejada y muda sentada delante de los gemelos Flores que susurraban insultos vestidos de broma a la niña regordeta de máscara de metal, todo dientes y enormes gafas de plata. Ahora tiene una boca perfecta, lleva lentillas y usa el papel de escudo. Fotos del nuevo negocio, comunicación del futuro en la antigua fabrica convertida en oficina moderna de cristaleras diáfanas que todo lo muestran. El chico la mira embelesado pero ella no se da cuenta.

Alberto y Miguel


Llevan la misma perilla y pelo corto, nada los distingue, salvo la enorme tarta de chocolate y el delicado té de frambuesa. La camiseta gris sonríe a la chica que se sienta a su lado y roza su muslo bajo la mesa. La camiseta naranja se inclina hacia el chico rapado y se ríe, diga lo que diga, aprovechando para cogerle el brazo o el hombro. Compartieron habitación, libros, pupitre en el colegio, ropa e incluso la primera novia, hasta que Alberto vio a Miguel acariciando al camarero con pintas de rockero Glam en aquel bar en el que se metió por error y comprendió el por qué del mote “Flor de primavera”. Un mes de silencio ofendido por el secreto, esa traición a los años de sincronía, no fue suficiente para romper el vínculo, y aquí están, como si no hubiese pasado nada. Al fin y al cabo, como dice Alberto, al menos ya no hay competencia.

Luis


Se mira en el espejo del café, tan moderno, con sus botas de piel de serpiente, la chaqueta de cuero, las patillas que casi le llegan a la boca y el tupé retro, o “vintage” como lo describe él. Se sienta en una mesa, solo, fotos de Italia en la revista, luz y sol y nadie que le acompañe. Pide un café, escribe un mensaje en el móvil, espera que le llamen o al menos le den una señal, pero el aparato sigue frío sobre el mármol. Esta vez no van a perdonarle, por fin empieza a entenderlo. Manda otro mensaje, insiste. En otro lugar alguien le ignora y llama a otra persona para contarle que está resistiendo la tentación del teléfono . En el café, a diez metros, suena una melodía machacona y la chica de gris suelta los papeles de su exposición para contestar y felicitar a su amiga, por fin libre. Luis mira el reloj, ha pasado un cuarto de hora. Las buenas vibraciones del lugar ya no funcionan y tiene que marcharse, dejando el café a medias.

Fernando


Se agacha detrás de la barra cuando ve pasar al hombre del tupé. Éste al pasar sólo ve un pelo canoso muy corto y una camisa que flota fuera de los pantalones. Hace mucho que no se ven y no quiere que sepa donde trabaja, tantos sueños de rock y chicas mientras tocaban canciones malísimas en el garaje y que al final quedaron en nada… Y eso que las cosas ahora van mejor, después de diez años en bares de mala muerte con olor a fritanga, barra manchada de cerveza y restos de servilletas en el suelo o en clubes gay donde le aceptaban por su aire andrógino a lo Bowie de los 70 del que no queda ya rastro. El café no está mal, y hay que pagar el estudio, la comida y las guitarras que compra compulsivamente porque cuando pronuncia las palabras Fender o Gibson se siente especial

El resto

El café bulle en la tarde de domingo, tres chicas juegan con una polaroid y observan a su alrededor, se diría que espían a cada persona que entra y se sienta, adivinando las conexiones ocultas, esos grados de separación que unen a la chica de gris con los gemelos o el hombre del tupé. Los observados se revuelven inquietos en sus asientos como si intuyeran algo, como si les estuvieran robando sus secretos.