jueves, octubre 09, 2008

Líneas y manos


Ayer era isla, surcos áridos, cruces estrechos
Interrumpidos,
Noche sin luna, sábana fría
Hoy, sentada en la cama, ve como se acerca
Extiende su brazo
Rodea el monte y se inclina
Tensión en dunas pequeñas
Huele los huecos, la línea de vida, y la sigue, la alarga
Araña, la cabeza se borra,
La huella en Venus, Marte se esconde, los ríos se juntan
Dedos, manos, lenguas, cuerpos
Sólo el principio
Infinito

Cuentos del Napapiiri

La mujer con dos relojes

Hace dos meses que volvió del lugar donde el sol extremo hiberna o no duerme, pero sigue allí, esté donde esté la calle se vuelve nieve, y refresca bajo el sol de octubre. Al llegar a casa abre su buzón gris pensando en otra persona que hará lo mismo, pero allí brillará rojo sobre el poste, una hilera de cuatro entre abetos. Hace dos meses que lleva dos relojes, a las once y a las cinco y media todos los días el mundo se para y suena el teléfono, con dos horas de diferencia, pero a la vez, las manecillas se encuentran y se miran en perfecta simetría, en Madrid y en Rovaniemi, y cerrando los ojos nota como los del otro la tocan.


El lago de Kemijärvi

Annuka nunca ha cruzado esa raya invisible que todo lo cambia, son las cuatro de la mañana, el horizonte luce con sordina, las sombras son largas. El sueño cae en gotas demasiado ligeras para mojar. Baja al borde del lago y mira el sol gemelo en el agua y el campanario estricto. Cuando era pequeña, un Santa Claus menos barrigón de lo que esperaba le dijo que tendría todo lo que deseara y esta noche, por fin, a pesar de lo que se fueron lejos, a la capital, se da cuenta de que es verdad

La vela del leñador

Salió corriendo, no pudo coger nada, aprovechando las llamas que cubrían toda la ciudad. Sabía lo que vendría después de aquello, todo arrasado y la venganza. Porque Karl llevaba el uniforme equivocado. Habían pasado 60 años y no le había vuelto a ver más que en sus sueños. No reconoció Rovaniemi. Decían que la habían reconstruido como un rompecabezas con forma de reno, pero desde el suelo todo eran geometrías blancas sobre verde. El Ounasjoqui se deslizaba bajo el puente, otra vez blanco sobre azul. En su centro dos troncos tocaban el cielo, y distinguió una luz entre ellos. Fuego como una vela, recuerdo de leñadores y faldas de colores. Se acercó al agua y miró el espejo. Detrás de ella su mano grande abrazó su hombro. Se dio la vuelta, no vio a nadie, pero sabía que estaba allí, que nunca se había marchado.