jueves, febrero 07, 2008

Sinergias

Cogimos la manilla del taxi al mismo tiempo, en inquieta sincronía. Llevábamos más de diez minutos esperando, observándonos con la desconfianza del adversario que nos quiere quitar lo que más necesitamos. Los dos pedimos excusas, pero teníamos mucha prisa, los dos íbamos a perder el vuelo, los dos íbamos al aeropuerto. Subimos al taxi sellando una tregua.

El conductor arrancó y enfiló la avenida. Treinta minutos para llegar o sería demasiado tarde. Al primer giro paramos en seco. Una fila interminable de coches en un embudo de zanjas y maquinaria. Un caos de klaxons y gritos. Inconscientemente empecé a retorcerme el pelo. Mi compañero se movió, estirando el cuello, pero no miraba por la ventana, sus ojos se habían desviado, varados en la sombra de mi escote. El taxista empezó a maldecir y tras maniobras furiosas se coló por una callejuela lateral.

Mi mano pasó del pelo al collar que colgaba frío dentro de la camisa. Tenía calor. Un semáforo en rojo, y un frenazo nos impulsó hacia delante. Peatones pasando, hormigas en mi estómago. Junto a mí, una boca sonrió con descaro, levantando la comisura izquierda ligeramente, en un guiño sutil. La calle serpenteó, moviéndose deprisa, intentando huir de semáforos que se empeñaban en enrojecer como mi cara. ¿Por qué se había levantado tanto mi falda al entrar? Las medias de rejilla dejaban entrever casi todo el muslo.

Un taxi se paró delante de nosotros e intenté fijar la vista en los pasajeros que bajaban con calma: un hombre canoso y una señora con bastón. La eternidad se hizo instante mientras notaba una mano rozar mi pierna, que se negó a apartarse. Alcanzamos la autopista, sólo cinco minutos y el aeropuerto estaría a la vista. Pero yo ya no quería llegar.