jueves, mayo 24, 2007

Ida y vuelta

María era blanca y negra, de piel de leche, alas de cuervo trenzadas y silueta curva, ligera y presta.

Carla era roja y negra, de carmín excesivo y satén escaso.

Atravesaba campos, frescos de lluvia y brillantes de sol cuando acababa su turno en la tienda, saciando la espera del hombre con aire y nubes, volviendo sin traer el ramo que madre le pedía, porque las flores arrancadas eran flores muertas. Aguantaba la monserga de siempre, sobre lo mal que cuidaría de su casa cuando se casara mientras acariciaba al orondo gato, distraída, y al ponerse el sol acudía a la cita clandestina con el corazón desbocado de hambre y fuego.

El asfalto quemaba sus pies a través de las sandalias de tacón vertiginoso, sin alcanzar su corazón helado, siempre dormido en su cuerpo dispuesto. Entró en el club y se expuso bajo la íntima luz de la esquina, sentada cruzando las piernas, la vista fija en la barra sin ver, casi sin pestañear, y esperó.

El día en que su Juan entró por la verja en el flamante coche nuevo para llevarla a la ciudad, se pintó los labios de un rojo tenue y brillante y cubrió el vestido con un chal negro de lana fina, sintiéndose una reina hasta que vio el guiño dirigido a la otra. Salió del coche dando un portazo sin escuchar excusas ni perdones, la cabeza hirviendo de furia y miedo, y se encerró en casa. Fuera Juan gritó y gritó hasta que las manos apretadas sobre los oídos convirtieron su voz en un zumbido.

El coche rojo paró frente a la puerta y el hombre trajeado entró en la sala, sorteando las mesas hasta llegar a ella. Los crueles ojos azules, casi transparentes la atravesaron mientras sus labios finos hacían la propuesta. Ella asintió con la cabeza y se dejó llevar.

María murió ese martes por la noche, cuando la misma hoja afilada que un loco hundió en el pecho de su hombre diez veces atravesó el suyo perfectamente sincronizada en el tiempo. La mujer sin alma siguió respirando, la mirada fija en la tierra, siempre hacia abajo, vetado el cielo.

Carla murió en un callejón oscuro, sobre la acera mojada por una tormenta de verano, el cuerpo herido con precisión de cirujano. El mudo que siempre la aguardaba con silencioso ardor en el garaje la encontró, impulsado por un instinto que le abofeteó con fuerza y le ordenó salir.

Cuando despertó en las blancas sábanas del hospital, una mano sin palabras cogió la suya llenando su cabeza de un mar caliente. María miró al mudo y dejó que el sol de la mañana acariciara su cara.

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