viernes, mayo 25, 2007

El soplo en el corazón

EL SOPLO EN EL CORAZÓN

Las noches de Cabiria

No me gusta ir sola al cine. Ya lo sé, todo está oscuro y tienes que fijar toda tu atención en una pantalla, pero me siento mejor si tengo el calor de la compañía compartiendo una historia. Tengo cuarenta y dos años y muchas inseguridades por resolver de las que soy demasiado consciente. Cuando entro en la sala voy encogida, como intentando esconderme para que nadie me vea, abrumada por la vergüenza de la soledad.

Esta tarde la Cabiria de Fellini me sonríe desde las cristaleras de la entrada, vestida de rojo bajo las luces de un foco. No es una foto, sino un dibujo, quizás incluso una caricatura. Una prostituta ingenua y patética, eternamente abandonada y despreciada y que a pesar de todo siempre consigue levantarse con la fuerza de su imaginación. Y pese a la tristeza que siempre me invade al ver esa película, no puedo evitar sentir envidia por esa esperanza inquebrantable, aunque esté profunda y escondida, como los posos del café.

Mesas separadas

Tarde de domingo, fría y lluviosa. El cielo pesa como el plomo sobre mi cabeza, asfixiante. Necesito evasión y compañía, aunque sea en la oscuridad de terciopelo rojo con aroma de ambientador barato. Hoy en el cine de reestreno toca clásico en blanco y negro de nuevo, personajes solitarios y mentes estrechas. Hombres y mujeres respetables que esconden secretos, puritanos intolerantes y prejuicios pacatos.

No puedo evitar escrutar disimuladamente a los que se sientan a mi lado. Y ahí estás, rígido y serio, vestido con chaqueta y pantalones informales pero tan solemne como si llevaras chaqué, con un aire al David Niven de la pantalla, digno y vulnerable, y me pregunto si tú también serías capaz de tocarme en la impune oscuridad.

Los pájaros

El miedo a lo incomprensible. El caos inexplicado que provoca un escalofrío en la espina dorsal. Una descarga de adrenalina durante dos horas y la esperanza de que todo sea ficción al salir del cine, que los pájaros no se hayan rebelado contra la estúpida humanidad. Hoy has vuelto, al mismo sitio, un mes después. Y a pesar de que con toda seguridad todos en la sala ya conocemos la película, sigues sin pestañear las aventuras de la rubia protagonista, estilizada y elegante como no seré jamás.

Aprovecho cualquier sobresalto para rozarte con mi mirada. Tu nariz es ligeramente aguileña y la tensión hace que muerdas ligeramente tu labio inferior. La desazón me aprieta el estómago, ¿es razonable este interés por alguien que nunca te ha dirigido la palabra?

Blade Runner

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Pregunta errónea. Los recuerdos se fabrican y se almacenan pero no se puede fingir o recrear la magia onírica. Los sueños te hacen humano. Esa es la cuestión y ése es mi problema. Sueño contigo desde hace semanas, con esa forma de guiñar los ojos cuando la película te pone nervioso o de moverte y suspirar cuando te aburres. Mi imaginación crea escenarios imposibles.

Pero hoy algo ha cambiado, y como el mundo futurista de los dos protagonistas deja de ser lluvioso y negro mientras desaparecen por una carretera que serpentea entre bosques hacia el día luminoso, salgo ligera del cine porque me has sonreído al salir.

Desayuno con diamantes

Nunca seré capaz de pasear por la Quinta Avenida sin pensar en Audrey Hepburn inmaculadamente perfecta de negro Givenchy, mirando el escaparate enjoyado de Tiffany´s después de una noche de fiesta como tantas otras. Enormes gafas de sol y un café en vaso de cartón, el resumen de la sofisticación. Y cómo un callejón repleto de cubos de basura podía convertirse en el más acogedor de los rincones cuando Holly Golightly finalmente se rendía a las ataduras del amor abrazada a un gato sin nombre y al escritor sin fortuna bajo la intensa lluvia.

Cuando las luces se encienden me miras con esos cálidos ojos castaños y me preguntas si conozco Nueva York. Tú nunca has estado allí y pareces disfrutar el camino a la salida mientras te cuento mis paseos por Central Park, el bullicio de los teatros, los enormes neones, el cielo invisible más allá de las moles de hormigón o la decepcionante visita a Tiffany´s. Cuando te despides con un "hasta la próxima" despreocupado, pienso en cómo convencerte para tomar un café cuando volvamos a vernos.

Estación Termini

Hoy he llegado antes de tempo, sin ni siquiera haber mirado en el periódico la película que ponen. La puerta está cerrada y las luces apagadas. No hay, ni habrá, más sesiones. En los paneles olvidados de la entrada, Jennifer Jones y Montgomery Clift se abrazan, la americana infiel y su amante italiano, recordando el pasado y decidiendo su futuro en la cafetería de la estación de Roma. El miedo a arriesgarse y perder una rutina gris frente a un nuevo comienzo de futuro incierto, la comodidad frente a la pasión…¿Quién ganó?. No consigo acordarme. Fin de trayecto, fin de una historia.

No sé cómo te llamas ni cómo encontrarte y el puente que nos unía se ha evaporado de repente. Y veo como tu silueta desenfocada por las lágrimas se aleja en un travelling imparable hasta desaparecer.

Fundido en negro...

jueves, mayo 24, 2007

Ida y vuelta

María era blanca y negra, de piel de leche, alas de cuervo trenzadas y silueta curva, ligera y presta.

Carla era roja y negra, de carmín excesivo y satén escaso.

Atravesaba campos, frescos de lluvia y brillantes de sol cuando acababa su turno en la tienda, saciando la espera del hombre con aire y nubes, volviendo sin traer el ramo que madre le pedía, porque las flores arrancadas eran flores muertas. Aguantaba la monserga de siempre, sobre lo mal que cuidaría de su casa cuando se casara mientras acariciaba al orondo gato, distraída, y al ponerse el sol acudía a la cita clandestina con el corazón desbocado de hambre y fuego.

El asfalto quemaba sus pies a través de las sandalias de tacón vertiginoso, sin alcanzar su corazón helado, siempre dormido en su cuerpo dispuesto. Entró en el club y se expuso bajo la íntima luz de la esquina, sentada cruzando las piernas, la vista fija en la barra sin ver, casi sin pestañear, y esperó.

El día en que su Juan entró por la verja en el flamante coche nuevo para llevarla a la ciudad, se pintó los labios de un rojo tenue y brillante y cubrió el vestido con un chal negro de lana fina, sintiéndose una reina hasta que vio el guiño dirigido a la otra. Salió del coche dando un portazo sin escuchar excusas ni perdones, la cabeza hirviendo de furia y miedo, y se encerró en casa. Fuera Juan gritó y gritó hasta que las manos apretadas sobre los oídos convirtieron su voz en un zumbido.

El coche rojo paró frente a la puerta y el hombre trajeado entró en la sala, sorteando las mesas hasta llegar a ella. Los crueles ojos azules, casi transparentes la atravesaron mientras sus labios finos hacían la propuesta. Ella asintió con la cabeza y se dejó llevar.

María murió ese martes por la noche, cuando la misma hoja afilada que un loco hundió en el pecho de su hombre diez veces atravesó el suyo perfectamente sincronizada en el tiempo. La mujer sin alma siguió respirando, la mirada fija en la tierra, siempre hacia abajo, vetado el cielo.

Carla murió en un callejón oscuro, sobre la acera mojada por una tormenta de verano, el cuerpo herido con precisión de cirujano. El mudo que siempre la aguardaba con silencioso ardor en el garaje la encontró, impulsado por un instinto que le abofeteó con fuerza y le ordenó salir.

Cuando despertó en las blancas sábanas del hospital, una mano sin palabras cogió la suya llenando su cabeza de un mar caliente. María miró al mudo y dejó que el sol de la mañana acariciara su cara.