sábado, enero 13, 2007

Crepúsculo azul

El binomio fantástico ampliado un poquito para poderlo presentar....
Miércoles 3 de mayo

Levantó la cabeza y volvió a examinar la enana azul, exasperado. Las enanas podían ser blancas, amarillas, rojas y hasta café, ¡pero nunca azules! Un escalofrío recorrió su espina dorsal, hacía tan solo doce horas únicamente era visible con el telescopio. No sabía por qué, pero no podía apartar los ojos de ella. Irradiaba una tenue luz azulada que empañaba el sol, como si de repente hubieran envuelto éste en celofán, convirtiendo el soleado día de mayo en una sombra crepuscular.

Jorge no podía entenderlo, nunca había visto nada igual en sus doce años de carrera de astrónomo, y esa exasperación que sentía desde que descubrió el fenómeno e intentó inútilmente darle explicación se iba tiñendo más y más de tristeza, como un blues desesperado. La mesa del despacho estaba llena de hojas revueltas, un caos de fórmulas girando en un callejón sin salida. Con la cabeza vacía, se sentó frente a la puerta del balcón y miró las calles durante horas.

La gente caminaba cabizbaja, y con los hombros caídos, como si una melancolía general se hubiese posado sobre el mundo, ligera, como el polvo, pero imposible de limpiar, dejando a su paso sólo apatía e indiferencia.

Por el rabillo del ojo distinguió a su vecina del piso de al lado saliendo del portal con la mirada fija en el cielo. Durante meses había esperado con excitación verla abrir la pesada puerta de forja para pasear al perro, ligera y fresca, con paso danzante, siempre a las seis de la tarde. Le sorprendió ver su melena negra, casi azul, habitualmente impecable, despeinada y sucia, y la camisa mal abrochada. Al cruzar la calle tropezó, pero desde la ventana Jorge no alcanzó a distinguir nada en la acera que justificara el desequilibrio. Y con inquietud descubrió que, además, no le importaba nada.

Domingo 14 de mayo

Once días azules y fríos, y parecía una eternidad. Jorge se levantó de la cama y miró el reloj sin interés. Eran las dos de la tarde pero bien podrían haber sido las siete. Incluso los potos del salón, esos que crecían sin descanso y parecían no morir nunca e invadirlo todo, caían pálidos y fláccidos.

Al día siguiente tendría que ir a trabajar, de nuevo la angustia de no saber qué pasaba y la presión de quienes sabían aún menos que él. No tenía respuestas, y ninguno de sus colegas parecía en mejor situación. Debería hacer como esa gente que cada vez faltaba más al trabajo, en un absentismo que crecía de manera exponencial desde hacía días.

Al principio fue imperceptible, profesores que de repente decían sentirse deprimidos e incapaces de soportar a sus alumnos, camareros sin fuerzas para levantar las bandejas o médicos enfermos de dolencias que ni ellos mismos sabían nombrar. Pero gradualmente, cualquier actividad que implicara contacto humano se hizo más y más trabajosa e incómoda, aplastando cualquier llama creativa o pasional.

Cerró las ventanas y persianas y se sentó frente a la televisión, buscando el programa más superficial y vacío, para no tener que pensar. Prefería imaginar que era de noche, una noche corriente como las había vivido sin valorarlas durante años.

Jueves 25 de mayo

Esa noche despertó con una sensación extraña, como si su cuerpo hubiera ganado cinco kilos de repente, sin embargo notaba como le tiraba la piel, algo que no podía describir, y al pasar suavemente la mano por su brazo, en una caricia imperfecta y nerviosa, descubrió que el pelo estaba erizado, como si intentara alcanzar una voz que llamara desde distancias siderales.

Una sensación de falta de aire le hizo levantarse y salir al balcón. Junto a él, en el balcón de al lado, una sombra pequeña, acurrucada en el suelo, emitía un sonido quedo y entrecortado. Su vecina estaba llorando. Suavemente, para no molestar, volvió a meterse en casa y se acostó, aunque sabía que no dormiría.

Viernes 2 de junio

Las noticias en la televisión eran cada vez más inquietantes: nuevos profetas prediciendo el principio de algo, otros prediciendo el fin de todo, gente desorientada por las calles, suicidios anormalmente numerosos. Y nadie parecía poder parar la desintegración del mundo conocido.

Jorge llevaba tres días encerrado en casa, sin hablar con nadie, no se sentía con fuerzas de aguantar más delirios exaltados o lamentos apagados. De repente notó algo anormal, un cambio en el aire viciado de los últimos días. Tardó unos minutos en darse cuenta de que el silencio era total y salió al balcón esperando ver la calle vacía. Lo que vio fuera le cortó la respiración: una multitud silenciosa observaba un círculo negro en el cielo. No podía ser un agujero negro, era imposible, no había perturbaciones, sólo una brisa suave y tibia. ¿Era aquello el fin que predecían los apocalípticos?

Sábado 3 de junio

Llevaban más de seis horas en la calle esperando, todos casi en silencio, nadie se atrevía a hablar, los ojos fijos en el hipnótico vacío sobre sus cabezas, esperando no sabían muy bien qué, una explosión, un huracán que les aspirara sin merced hacia otro mundo o hacia la nada. Y cuando más oscura era la noche, apareció un rayo anaranjado, débil al principio, pero cada vez más intenso, iluminando la mañana. Las caras cenicientas se ruborizaron. Y tras la desesperación llegó el alivio de una segunda oportunidad de vivir la luz, un segundo comienzo bajo un segundo sol.

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